El prestigio del que suelen gozar los vinos viejos tiene mucho de mito. La cuestión radica en la carga emotiva que provoca esa aureola de historia con que el tiempo sella una botella del pasado. Es difícil saber con exactitud cuanto dura el vino.
Los vinos evolucionan positivamente en la botella durante un período determinado de tiempo. Superado éste, el vino inicia un proceso de declive. Un tinto de la Rioja, por ejemplo, experimenta durante 10 años aproximadamente una evolución creciente, seguido de un período estacionario, no inferior a 5 años, para continuar con una caída lenta y progresiva. Pasado este tiempo lo mejor que puede pasarle a un vino es que tenga las mismas características que un vino de 20 ó 30 años más, siempre que se conserve en inmejorables condiciones.
Todos los vinos de mesa no envejecen de igual forma. Los ciclos pueden ser más o menos distintos dependiendo de factores como la variedad de uva utilizada, las características de una cosecha determinada, o los métodos de elaboración. Así, por ejemplo, un cariñena es un vino de duración corta pues no tarda mucho en enranciarse y tornarse ajerezado. De igual forma, su plenitud es también más temprana que la de un vino de Rioja o de Burdeos, ambos de ciclos evolutivos más lentos y, por consiguiente, más largos. Esto significa que las posibilidades de envejecimiento de un vino van en función de que su evolución sea más lenta.
Hay vinos que son auténticas obras de arte más por lo que simbolizan que por ellos mismos. Son aquellos que jamás saldrán de las silenciosas bodegas convertidas casi en museos. Su etiqueta tiene más valor sentimental que el propio vino y su destino: ser coleccionado, guardado celosamente como curiosidad o recordatorio y, de ser bebido, sólo lo será en una ocasión muy especial. En lo más profundo de las bodegas españolas siempre hay rincones oscuros, generalmente lóbregos, donde reposan un determinado número de botellas emblemáticas. A través de ellas se pueden reconstruir sus avatares históricos y sus mejores vendimias. No está totalmente comprobado que el vino con el tiempo mejora, ya que entre el principio y el fin no dejan de suceder cosas.
El fervor por el vino viejo es una cuestión de gusto mediatizado por esa ineludible subjetividad que se genera ante el bien escaso o raro, frente a lo abundante o cotidiano. En definitiva se puede afirmar que gusta lo viejo. Y ese gusto puede alcanzar lo sublime si se trata de un vino antiguo e irrepetible, cuyo descorche ha privado al resto del mundo de disfrutar una sensación parecida. Ante este espectáculo, el equilibrio calidad/precio deja de ser considerado y el precio se dispara a medida de que los compañeros de viaje de esa marca son bebidos en el transcurso de los años. Además de la uva, la cosecha y los métodos de elaboración, hay que contar con una serie de factores externos que también pueden alterar la vida de un vino: la temperatura, la humedad del recinto y el estado del tapón. Lo ideal es una temperatura fresca y estable, alrededor de 18ºC, una humedad del 75-80%, una buena ventilación y la sustitución del tapón cada 15 años aproximadamente. En cualquier caso, lo que hay que tener en cuenta es que la edad del vino no es siempre garantía de calidad, que no todos se prestan a la crianza y que en los vinos más viejos no siempre hay que fiarse de la añada a la hora de elegirlo. No hay que perder de vista que hasta agosto de 1979 en España no existía una legislación para el control de las añadas ni una reglamentación adecuada para el Reserva y Gran Reserva. Hasta entonces los menos escrupulosos no dudaban en poner en la etiqueta un año que no se correspondía con la realidad, hasta el punto que ciertas cosechas famosas parecían inagotables, e incluso casos en los que se omitía el año, jugando con la incertidumbre del consumidor.
fuente: infoagro.com
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